Tengo frío –dijiste esa tarde-
y todo enero fue estación de hastío.
Acongoja este vino que me embriaga
con el que brindábamos por primaveras
y vírgenes selvas.
Inerte me dejaste,
como inerte
quedaron los libros,
la lámpara del viejo escritorio,
las cortinas de tu ventana.
Solo faltan las monedas en mis ojos,
los brazos cruzados
sobre el pecho que tanto acariciabas.
Tengo frío –dijiste-
y se hizo noche, sombra, nunca.
Como un náufrago me perdí en tu isla
de huesos pequeñitos con crucifijos dorados,
donde ahora me esperas
como en aquellos días en la plaza indemne.
Te fuiste,
aunque te abrigué con lo que pude,
dejándome preso de un verano
que ya no quiero,
que duele.
Tengo frío –dijiste antes de partir-
y he muerto esa tarde
aunque empañe espejos.