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Poetas y Narradores (26)

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Gustavo Tisocco (Argentina)

Después de la tormenta
los caracoles aparecían
como duendes oscuros mojados
que traían noticias
de nuestro sepulcro
de dónde iríamos al final
donde seríamos raíces.

Esos caracoles como fantasmas
como almas pequeñas
reptando y reptando
aparecían después de la lluvia
y eran presagio
de que había un Dios
en lo profundo.

 

La casa es una tumba
donde a diario la abuela

llora al hijo muerto.

Ella
despliega estampitas
de venerados santos
e implora.

El abuelo
tiembla su rabia
y también sufre
y todo el patio es una fuente
de agua salada.

La casa es una tumba
de pálidas flores,
uvas caídas,
sol olvidado.

Un Viejo cementerio
de pasillos
pregona tu ausencia
y duelen todos los días.

Cuanto más triste
se pone mi madre    
luciérnagas  vuelan de sus ojos
                                     de su vientre.

Y  no sé cómo pararlas.
                                              No sé.


Salgo de mí y te extravío.

Tristes pasan los niños blancos
vestidos de agosto.
Los peces del río
esconden sonetos
destilando escamas.
La ausencia horada la tarde,
la jaula llora trinos
mientras los duendes
anuncian derrumbes.

El sendero de cristal
se rompe de musgos,
terribles cuchillos
sangran destierros y llueve,
siempre llueve en mi intemperie.

Clamo tu nombre,
ahogándome.

 

De pequeño me gustaban las muñecas Barbies
esas de pelo dorado y vestido turquesa
que mi hermana peinaba y maquillaba
mientras yo, resignado, empujaba aquel camioncito por la vereda.

Me hubiese gustado
una coronita en la comunión,
una cartita de amor
de aquel que no me amó,
una sonrisa.

Saberme igual a los que me rodeaban,
preparar mi cuerpo para el hijo,
un vestido blanco,
ser reina en primavera.

Me hubiese gustado elegir
ser común y terrestre,
acaso un insecto, acaso una llave.

Pero no pude ser más de lo que defiendo ahora.

 

Tengo frío –dijiste esa tarde-
y todo enero fue estación de hastío.

Acongoja este vino que me embriaga
con el que brindábamos por primaveras
y vírgenes selvas.
Inerte me dejaste,
como inerte
quedaron los libros,
la lámpara del viejo escritorio,
las cortinas de tu ventana.
Solo faltan las monedas en mis ojos,
los brazos cruzados
sobre el pecho que tanto acariciabas.

Tengo frío –dijiste-
y se hizo noche, sombra, nunca.
Como un náufrago me perdí en tu isla
de huesos pequeñitos con crucifijos dorados,
donde ahora me esperas
como en aquellos días en la plaza indemne.

Te fuiste,
aunque te abrigué con lo que pude,
dejándome preso de un verano
que ya no quiero,
que duele.

Tengo frío –dijiste antes de partir-
y he muerto esa tarde
aunque empañe espejos.